Tedeschi por Casnati

A un año de la muerte Enrico Tedeschi

Septiembre del 78

 

Hubo un hombre que era crítico, historiador, teórico de la arquitectura, pero ejecutor de bellezas concretas, deportista, viajero, contemplativo y reflexivo, arqueólogo, organizador y administrador, astrónomo, político, diplomático, maestro nato, profesor por elección e instinto de vida, soñador, realista pero optimista, dueño de un milagroso equilibrio de juicio, con una lucidez y una penetración que no se desmintieron nunca, poseedor de una universalidad de sabiduría digna de los mejores italianos del Cuatrocientos y anacrónica en un mundo como el de hoy, lleno de bárbaros especializados, con una generosidad que sobrepasaba todo, hasta los límites de la prudencia, una severidad imparcial de cabal juez humanizada siempre, siempre, por una inextinguible bondad de padre, un sentido de lucha con las armas templadas y límpidas del que mira alto y sabe lo que quiere, un ser desprovisto de urgencias pero que no se daba reposo, un inquieto de las ideas, un curioso de todas las vitrinas y de todos los estamentos del saber, un psicólogo, un filósofo, un jardinero, un sembrador, un analista, un mecánico, un arquitecto.

Y todo esto, suficiente materia prima para colmar los destinos vacíos de muchos hombres, estaba revestido de una gran sencillez, como si lo excepcional  fuera natural.

Ahora este hombre está muerto. Pareciera un error, una fantasía lúgubre, un salto en falso del Gran Disponedor de las cosas, pero es cierto. La fuente implacable de energía, el mortero de conocimientos, experiencias y vivencias profundas, como cuerpo humano está terminado. No veremos más su frente abierta, su andar elástico y seguro, sus ojos de ángulo múltiple, como los de Picasso, su gran nariz que husmeaba desde lejos todos los vientos, sus manos tendidas y fraternas. Nos queda de él lo único que consuela de la fugacidad de los bienes terrestres: su fuerza moral, que no podrá encerrar ningún ataúd, y la luminosidad de su ejemplo, que es una gran dádiva, su herencia y su justificación.

Fue escueto, directo y preciso para vivir y para morir. Fue siempre él, sin curvas, titubeos ni ambigüedades. Fue de un solo color, de una sola mirada, de una sola lealtad. Partió para siempre en la plenitud de sus fuerzas, elegante y sintético, como un arco romano.

Pero por encima de todas las palabras, campea un solo hecho incambiable: Enrico está muerto. Y algo de nosotros –con su partida- también está muerto.

Ricardo Casnati

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