Las dueñas del bosque

 

El mar abierto con su temible oleaje, las extensas playas de arena blanca, los acantilados y las rocas, el cielo azul profundo, los médanos desnudos. El día de sol radiante y la noche estrellada. Todo conjuga en un paisaje sublime en esos días de verano. 

La antigua rambla, poblada de visitantes, recorrida una y otra vez, de ida y de vuelta, en los calurosos días de enero, yendo y viniendo a los balnearios, o solo por el gusto de caminar. El muelle repleto de curiosos mirando a los pescadores tirar el medio mundo o lanzar al vuelo los sedales de su caña de pescar. 

 

Antigua rambla de Miramar.

 

El vivero, fresco y perfumado de aromos, pinos y eucaliptus, senderos de arena y canto de pájaros. El suelo cubierto de uñas de gato, ramitas, hojas y piñas que caían desde lo alto. En realidad es un bosque, es un paseo, es un parque. Es un bosque misterioso, un parque “encantado”, se dice que lo habitan seres extraños, criaturas invisibles a nuestros ojos, que deambulan silenciosos entre los árboles centenarios. Se cuentan increíbles historias del enigma que guardan sus  entrañas, guardián de hadas, duendes, brujas y aparecidos. Algo así como los cuentos de los hermanos Hansel y Gretel, perdidos en el bosque, o Caperucita Roja, la niña valiente que lo recorre bailando y cantando. O Blancanieves que, huyendo de la malvada, se encuentra con los piadosos enanos. O la Cenicienta en su encuentro con el príncipe que la despierta de su destino de sombra. 

Como también eran las recordadas tardes de cine, completo el salón de niños y jóvenes adolescentes, los paseos en bicicleta, los helados de Mickey y la calle 9 de Julio donde la gente caminaba lentamente, sin apuro, dejando pasar el tiempo de vacaciones. 

Corría el año 1959. Ese es el escenario donde transcurre mi historia.  

Mis dos hermanas, Graciela y Alicia, mi prima Nora y yo, Susana, pasábamos en ese lugar con nuestros padres, todos los veranos. Ritual que se repitió durante diecisiete años. Tiempo nuestra niñez y temprana adolescencia. 

Las mañanas eran de playa. Las tardes de picnic, casi siempre. Montadas en nuestras bicicletas, recorríamos el camino que nos conducía al vivero plantado en los médanos formando un bosque de altos pinos. Muy cercanos entre sí, juntan sus copas en lo alto, dejando la base en sombra.  

Bosques tupidos

Teníamos lugares elegidos en forma privilegiada. Le llamábamos “refugios”. Así nombramos al número uno, dos y tres. Cada tanto quedaban zonas claras en el bosque. Allí estaban nuestros lugares. Eran nuestros, así lo creíamos. Sí, eran nuestros.

Una y otra vez, muchas veces. Muchas veces la aventura se repetía. Siempre el mismo ritual. Extendíamos los mantelitos sobre la arena y disfrutábamos de los pebetes de jamón y queso que nos preparaban nuestras madres. Profundas charlas intentando comprender todo lo que no comprendíamos de la vida. Comentando todo aquello que sucedía en nuestros días, trascendente o no.

Algo mágico sucedía en aquel lugar.  No se si era el aire puro, el olor de los eucaliptus, o de los pinos, la cercanía del mar, el sol que se colaba entre las ramas, el cielo tan azul, el sobrecogedor silencio. Por momentos sentíamos desasosiego y sospecha de que algo no estaba tan bien como insistíamos en creer. Pero volvíamos al encuentro de nuestros refugios. Siempre volvíamos. Siempre. 

Una tarde, estando en el refugio número uno, un ruido nos sacó de nuestra charla, nos sobresaltó y nos cubrió de miedo. Un ruido muy raro, algo que nunca habíamos sentido. No parecía ruido, ni música, ni eco, ni susurro, ni murmullo. Nos acercamos unas a otras y nos abrazamos temblorosas hasta que ese fenómeno desapareció. De duración incierta, es difícil precisar cuánto tiempo transcurrió. Montamos las bicicletas y partimos raudamente a nuestra casa. 

Pero ese episodio nos llenó de curiosidad, a pesar del temor que nos producía recordar lo sucedido. Nora dijo: -“Tenemos que averiguar que es!” Y Graciela, haciéndose la valiente, asintió con convicción. Alicia y yo no estábamos tan seguras de una nueva excursión, pero no queríamos demostrar nuestro recelo. Recelo muy fundado por los acontecimientos del día anterior. Decididas, partimos nuevamente hacia el bosque. En bicicleta pedaleando velozmente, cargadas de desconfianza, pero tratando de ser valientes, pusimos rumbo al bosque como si nada pasara…

Uno de los refugios

Cambiamos nuestra posición a otro de nuestros refugios, por las dudas que el lugar anterior tuviera algo que no podíamos precisar. Esta vez el elegido fue el número dos, remanso de luz que generosamente se colaba por las copas de los altos pinos. Como sucedía siempre, desplegamos nuestro mantel, colocamos los pebetes y la coca y comenzamos nuestras pláticas… Ondeaban las dudas de lo desconocido sobre nuestras cabezas, pero nosotras,  como si nada… 

 

Alicia comenzó el diálogo: 

–“¿Se acuerdan de mi sulky ciclo con el caballito, ese que me trajeron los Reyes Magos hace unos años…? Lo encontré en el sótano de la casa, tirado en un rincón, el pobre está triste porque no sale a dar la vuelta de la manzana como cuando yo lo manejaba. Pero ya estoy grande para eso, no entro en el asiento, mis piernas sobran para los pedales…” 

Susana acotó:

”-También está allí mi primera bicicleta, esa que usaba cuando era chica. Por suerte ahora tengo mi Bianchi, tan nueva, tan linda…” 

Graciela dijo:

 – “Ayer llevé mi goma a la playa, me parece que tomó frío, porque no lo veo bien. Tendré que llevarlo al médico, tal vez…”

 Y Norita:

 -“¿Saben que me invitaron a una reunión en la casa de Chiqui Garda. ¡Es con baile! Tengo que practicar el cha-cha-cha, el twist, y el rock and roll ¡Por suerte traje de Acassuso el Winco!

En eso estaban charla y charla…como si nada… cuando de nuevo volvieron los mismos ruidos raros. No eran ruidos, ni música, ni eco, ni susurro, ni murmullo. Pero esta vez todo era mas fuerte, mas penetrante. Lo curioso es que no se asustaron como la vez anterior. Muy serenas, como si nada… aceptaron los sonidos esperando una respuesta, vaya a saber de dónde, de quién o de qué.  Una respuesta a la curiosidad que invadía los pensamientos de cada una de las muchachas. Pero…nada. El ruido cedió y pasó. Esperaron por más y nada, nada de nada. Nada.

El refugio número tres fue el elegido en la nueva incursión al bosque, seguras de encontrar una respuesta a lo que esperábamos descubrir. Como antes, como siempre, acomodamos el mantel y sobre él, los pebetes de jamón y queso y la gaseosa. Nos quedamos calladas esperando un mensaje, un ruido, una música, un susurro, un murmullo. Largo tiempo esperando la señal. Todo silencio y ansiedad. Mucho silencio. 

El gnomo del bosque

Estaba oscureciendo y nosotras esperando la señal. Otra vez aquel ruido que conocíamos. El lugar se cubrió con una nube blanca y en el medio de nosotras cuatro, emergió él. Era una criatura de baja estatura, con orejas muy puntiagudas, de piel verdosa y larga barba blanca. Larguísima barba que le cubría su cuerpo. No nos asustamos, es como que esperábamos al hombrecito que acababa de llegar. 

Nos habló pausadamente, en un tono cordial, un lenguaje raro, parecía nuestro idioma, pero no era. Igual le entendimos el mensaje. El duende era el guardián del bosque, el encargado de su cuidado, de guardar el equilibrio de este parque mágico. Él debía preservar los árboles, asegurar la lluvia y el sol, resguardarlo de los vientos, atender el cuidado de las arenas, velar por los pájaros e insectos que lo habitaban. 

El gnomo, la criatura mágica dijo: -“Estoy viejo, enfermo y cansado, pronto cumpliré 285 años. Los días de mi vida se acabarán pronto. He buscado quien continúe mi tarea y las he encontrado a ustedes cuatro, que frecuentan este lugar con cariño y respeto. Quiero que se hagan cargo de continuar con mi labor.”

 “Les entrego alas para que puedan sobrevolar el predio, palabras mágicas para que sean invisibles a los visitantes, poderes necesarios para cumplir con los objetivos propuestos, y sobre todo les entrego el gran amor que tengo por este lugar”. 

Con el correr de los años, aquellas nenas, hoy convertidas en personas adultas, están separadas por extensas distancias. Largos kilómetros las apartan de su vida de ayer.  Tomaron rumbos diferentes. Norita en Buenos Aires, Graciela y Susana en Mendoza. Y Alicia, paradójicamente la menos de las cuatro, partió de la vida terrenal hace muchos años. Cada una guarda celosamente el legado que recibieron. Sin necesidad de una cercanía física, cada año repiten un proyecto sin tiempo, allí, de nuevo, reunidas las cuatro, en los refugios uno, dos y tres, en largas e interminables charlas, sienten que se vuelven hadas invisibles, sobrevuelan el parque cumpliendo la tarea encomendada por el viejo gnomo, desde hace mucho tiempo. 

 

Un lugar encantado

 

Un mandato milagroso las reúne todos los años, para convertirse en las dueñas del bosque.    

 

Susana Fasciolo

 

 


Nota de la autora:

El Bosque Energético está ubicado en la localidad de Miramar del Municipalidad de General Alvarado en la Provincia de Buenos Aires. Es parte del Vivero Dunícola “Florentino Ameghino” y tiene una extensión de 502 hectáreas.

Fue inaugurado en 1927 con el propósito de fijar las dunas y médanos cerca de la orilla del mar, además de preservar a la ciudad de los fuertes vientos. Allí conviven sesenta y seis especies de aves, cuarenta y un especies botánicas, veinticinco tipos de mamíferos y un sin fin de invertebrados como arañas, mariposas y caracoles, entre otros. Se han hallado restos de fósiles de la fauna prehistórica.

Se cuentan historias entorno a los misterios que guardan sus árboles, su suelo, sus dunas, sus pájaros y mariposas. Se siente la presencia de seres extraños que no se ven a simple vista. Se dice que el bosque emana un magnetismo que no tiene explicación. Pero, cuando se busca, algo extraño acontece.

 

¿Absorbiendo energía?

 


 

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