Se miraban. Se miraban desde lejos. Hacía tiempo que se miraban.

Ella era muy pequeña, muy niña para el amor. El afecto fue creciendo entre los verdes de mi jardín. Lo sabían sus habitantes, todos conocían el secreto. Las continuas miradas entre los enamorados no podían ocultar las emociones que revoloteaban por el aire. Lo notaron el tilo, el roble, las margaritas y hasta los pensamientos. Los caracoles miraban desde lo bajo, arrastrándose por el suelo y los sapos que croaban a la luna, supieron del coqueteo que le hacía la enredadera al sauce. 

Ella crecía apoyada en la pérgola de la galería. Parecía que el verano apuraba la pasión, el calor hacía su tronco más maduro, sus hojas más tiernas y sus flores tenían un intenso aroma. Todo lo necesario para lograr la mirada de su amado. 

Pero en invierno el frenesí moría. El paisaje se volvía rudo, insensible, glacial y la nieve cubría con un manto blanco el jardín. Cada uno se guardaba, despojados de sus encantos ya que el frío robaba sus embrujos.

Cada fin de semana llegaba a la casa de la montaña y observaba a los enamorados. Semana a semana. Año a año, primavera y otoño. Crecían lentamente. En el sauce se manifestaba poco, pero en la pequeña enredadera era más visible. 

Un cálido día de enero descubrí que ella era todo corazón. Tenía cientos de ellos para entregarlos, sus flores sonaban como campanillas diciendo te quiero. Se balanceaba lentamente al compás de la leve brisa, mirando hacia arriba. Había crecido y sus hojas ya tocaban al viejo amor. El sauce tenía sus manos repletas de flechitas a punto de dispararse para atravesar el corazón de su amada. 

El tilo, el roble, las margaritas y los pensamientos aplaudieron tanta pasión. Los caracoles y los sapos encantados, contagiados por la ternura, bailaron entre los yuyos. Y también yo, enternecida por el acontecimiento tan esperado, brindé por el ardiente amor de la enredadera y el sauce.

Susana Fasciolo