por Aníbal Cuadros
Quienes militan las huestes de los que superaron las seis décadas de existencia, etiquetados como “sexagenarios” en la jerga periodística / policial, les inquieta ver las condiciones lamentables en que muchos llegan, aunque es preferible así porque algunos ni siquiera lo logran. Es justamente en esta etapa de la vida donde, con pavorosa rapidez, se acentúan dolencias que ya se insinuaban años antes pero que no recibieron la atención que merecían. Las correcciones llegan a destiempo dando pie a hipotéticas conjeturas: «si no hubiera hecho tal cosa»; «si no comía eso, a lo mejor…»; «si hubiera realizado lo otro… tal vez…»
La realidad es que las transgresiones y los excesos forman parte de la existencia humana y no es exagerado aventurar el término sin excepción. Estas disquisiciones podrían ocupar varias carillas, aunque a esta altura un tanto inútiles porque para el sexagenario los achaques le llegaron para quedarse y deberá convivir con ellos hasta que la muerte los separe… (nunca mejor aplicada la frase).
Los alimentos consumidos con placer súbitamente se convirtieron en toxinas letales. El proceso se inicia cuando el sexagenario comienza a reconocer y aceptar -a regañadientes- que determinadas cosas le caen mal, por lo que decide consultar el problema. Dentro del círculo de consultores se encuentran:
- Los amigos con dolencias similares.
- Una tía naturista -propia o ajena- y sus yuyos milagrosos.
- El enfermero del barrio que aparenta saber más que un científico, aunque solo puso inyecciones y tomó la presión.
- Si todo falla y los problemas se acentúan, recurre al médico.
La cotidiana existencia
Progresivamente los síntomas iniciales se traducen en inflamaciones, dolores sutiles y la frase “no me siento bien” aparece con mayor frecuencia. Aparentemente todo funciona correctamente, pero algo molesta sin poder determinar que sucede realmente. Esta cotidianidad promueve la familiarización con las dolencias hasta el punto de llegar a vaticinar con sorprendente exactitud, de acuerdo a lo que ingieran, la aparición de síntomas determinados como distensiones gástricas, acidez, dolores de cabeza y/o de estómago.
Las patologías existentes comienzan a ligarse con otras nuevas y desconocidas, invadiendo su mundo interior en un lento pero imparable alud destructor. La presencia de azúcar, lípidos, elementos normales del organismo humano, en los sexagenarios aparecen en grandes cantidades. Duermen cada vez menos y les cuesta caminar trayectos largos. Recordar y charlar con fluidez tampoco es tan sencillo. Haber abandonado el cigarrillo no les asegura volver a respirar bien de noche… (ni de día).
De forma involuntaria peregrinan por los extremos: algunos soportan una exagerada delgadez producto de problemas nutricionales, ya por inconvenientes de asimilación o la dentadura postiza que no les permite comer bien. Otros acumulan kilos con facilidad y pareciera que hasta con cariño, porque no logran sacarlos de encima. Crecen más a lo ancho que a lo largo y las camisas mantienen una tirante relación con el abdomen. No es extraño que por el lugar donde la presión desalojó un botón, se asome un desagradable ombligo.
Así, la salud empieza a prevalecer en la vida de los sexagenarios. Sus charlas, aparte de incluir ligeros comentarios sobre la familia hijos y nietos, comienzan a girar sobre temas recurrentes como comparar competitivamente la efectividad de los medicamentos que utilizan, las dificultades para conseguir turno con el médico, las críticas a la obra social; para llegar a temas más inquietantes como la operación de urgencia del amigo o la muerte del compañero de banco en la primaria. Ahora la vida es como jugar a la batalla naval… las bombas explotan alrededor y cada vez más cerca.
El vocabulario se les amplía con léxicos desconocidos: términos como triglicéridos, colesterol, transaminasa le llegan a través de los análisis clínicos a que los someten regularmente y en los que, cada vez con menor frecuencia, encuentran un «valor normal». Los términos «prohibido», «debe olvidarse de», «nunca más»…; los recibe usualmente del médico quien, a esta altura, se convirtió en un miembro de la familia.
Pero el orgullo los obliga a buscar otras formas de sobrellevar la situación. Hay momentos en los que necesitan sentirse transgresores, aunque más no sea de palabra y la rueda de amigos -si es posible fuera del hogar- se convierte en el ámbito adecuado para compartir recuerdos de épocas mejores. Allí se evocan salidas, vacaciones, gloriosas comilonas e interminables trasnochadas con libaciones copiosas de mezclas explosivas. Abundan las proezas físicas de las que fueron capaces sin grandes esfuerzos, aunque las sexuales deben perdonarse posibles exageraciones porque, como bien sabemos, la memoria masculina tiende a ser inexacta en estos temas. A los sesenta, para hacer algo como en el pasado, debe descartarse la palabra “igual”. Similar sería adecuado, siempre y cuando sea exigua la similitud. En la actualidad las mentadas resacas son eternas y para recuperarse debe soportar días de malestares y dolencias.
Aunque muchos lo nieguen, así vive gran parte de los sexagenarios. Tardíamente y en silencio reconocen errores empezando a comprender que los daños son irreparables. Como si fuese un castigo, la memoria se encargó de almacenar frases y comentarios, dichos o escuchados, que denotan que cualquier excusa siempre fue válida para justificar el exceso y sorpresivamente aparecen cuando las creíamos olvidadas:
- Los martes a la noche asado, pero sin mollejas ni chinchulines… ¡no es asado!
- ¿Café?, varios al día… nunca amargo y menos con edulcorante.
- Si son caseras las empanadas, come una docena.
- La mujer nunca debe olvidar de comprar chocolate en barra…
- Rechazar quesos descremados y margarina. No tienen gusto a nada.
- La mayonesa casera, con mucho aceite y ajo.
- Milanesas con huevos y papas fritas; menú ideal…
- Cerveza helada con maní, aceitunas, pan tostado con aceite de oliva y ajo…
- El salamín y mortadela bocha nunca debe faltar en el vermouth.
- Sándwich de jamón crudo en rodajas de pan casero y mucha manteca.
- ¡El infaltable choripán con chimichurri!
- Fumar un paquete diario, no es dañino… si fuera tan peligroso estaría prohibido.
Sexagenario busca opciones
Consciente de la necesidad de revertir la situación, busca alternativas. Una opción es acudir a los íntimos, hijos incluidos, que inmediatamente se enrolan en una “Campaña de Reeducación del Geronte”. La simple solicitud de un comentario… un consejo… se convierte en una cruzada implacable con el fin de que el sexagenario entienda que es lo que le debe hacer y cómo conducirse en el futuro. Es inmenso el gozo al recibir atención y cariño de los hijos, pero no resulta tan placentero cuando viene acompañado de críticas sutiles y un tanto descalificadoras. Si no fuese por la experiencia de vida acumulada, el sexagenario no podría explicarse cómo pudo llegar a la edad que tiene.
Aún frente a estas molestas contingencias el amor por su descendencia es inconmensurable y se multiplica cuando llegan sus hijos. Por los nietos revive el rol paterno porque le restituyen un pasado con el beneficio de hacerle creer que las limitaciones, que estoicamente carga, son solo una nimiedad porque durante el letargo inicial del nieto recién nacido todo funciona de maravilla para el abuelo. Comienza a levantar un “paquetito” de tres o cuatro kilos, generalmente dormido o, si está despierto, es una frágil criatura que emite sonidos guturales imperceptibles; aunque, en rigor a la verdad, también existen otros no tan sutiles que acompañan sus vertiginosas digestiones. ¿Quién, alguna vez no recibió una cálida sorpresa que, eludiendo furtivamente al pañal, lo embadurnó sin piedad; o, en un acto de cooperación familiar intentó inducirle el famoso provechito y fue condecorado con un abundante vómito, que acertó aterrizar en su camisa preferida… en el más leve de los casos.
En esta etapa, cuando los pequeños empiezan a hacerse escuchar, por lo general el seno materno o un biberón son suficientes para devolverlos a su modorra habitual. Pero los meses vuelan y las generalidades se modifican. En escaso tiempo el peso se duplica o triplica y el paquetito se transforma en una exigente masa movediza que solo quiere que lo alcen y se niega a permanecer en los espacios destinados para él: cuna, coche, bebesit, hamaca, etc. Los sonidos suaves, casi inaudibles, trocaron en expresiones tan inentendibles como estridentes, Las risas francas y contagiosas mientras está bien, léase en brazos de alguien, con extrema facilidad se transforman en gritos, chillidos y llantos ensordecedores. Este es un momento especial del sexagenario que considera que la pérdida de audición no es algo grave y hasta lamenta que sea tan leve.
En esta etapa del niño, el sexagenario comienza a desnudar seriamente sus falencias. Independiente de las agresiones acústicas se inicia una rutina demoledora: cada vez que el nieto lo ve, le estira los brazos demostrando una alegría indescriptible y despierta su orgullo por ser el elegido. Y la trampa funcionó a la perfección… el abuelo está perdido.
- Debe agacharse para levantarlo.
- Pasado un rato comienza a llorar y el sexagenario no logra descifrar que quiere.
- Levantarlo encima de su cabeza, darle algunas volteretas le devuelve la risa al bebé que pide más. Simultáneamente aparecen muecas en el rostro del abuelo; sus brazos y la cintura advierten, con punzantes mensajes, que no quieren más.
- Nuevamente doblarse para bajarlo y a escasos centímetros del piso, sin llegar a tocarlo, volver a levantarlo porque otra vez llora.
Esta rutina es un aviso de la urgente necesidad de hacer algo con el físico porque pasan las semanas, el niño cada vez pesa más y no quiere caminar; solo lo hace cuando lo lleva de la mano. Ésto desata otro drama: la escasa estatura del niño obliga al sexagenario a adoptar incómodas posiciones y las modificaciones de rumbo sin previo aviso, lo afectan. Aunque el abuelo piensa que lo pasea, en realidad, el niño lo lleva donde se le ocurre. Estas sesiones reafirman que la movilidad de la cintura está vigente, aunque sin lubricación suficiente.
Cuando el mini personaje de adorable sonrisa decide caminar solo, se convierte en un monstruito tan encantador como incontrolable. Hay que estar muy atento a sus desplazamientos y tener poderes de adivinación para intuir dónde atacará primero. Si sorpresivamente llegó de visita y no hubo tiempo de resguardar los adornos, plantas, portarretratos, lámparas, libros, discos y objetos varios; la consigna es llegar antes que él a los elementos frágiles. Sin ninguna duda acertará a destruir los recuerdos más queridos. Tienen un don para encontrar y romper cosas que nadie sabía dónde estaban guardadas. Pero el sexagenario, olvidando su historial, siempre encontrará una justificación al descalabro. Lo que destrozó el nieto seguramente “lo iba a tirar o ya estaba roto”. Es notable observar como la rectitud aplicada al padre del niño durante medio siglo, se esfuma para convertirlo, sin ningún asomo de vergüenza de su parte, en un vulgar cómplice y encubridor del inimputable y ¡ojo!; en su casa le molestan las reprimendas y jamás permitirá un castigo en su presencia.
¡Cómo nos cambia la vida!
Decisiones heroicas
Con el apremio que significa la llegada de nuevos nietos, el sexagenario no tiene más remedio que acelerar el trámite para encontrar, de la manera menos cruenta, la forma de movilizar músculos y articulaciones que en los últimos años vegetaron, como tantas otras cosas. Así inicia la tarea de investigación entre parientes, amigos, conocidos y todo aquel que pueda aportar datos para determinar qué hacer, sin infartarse en el intento. Un moderno sexagenario utiliza internet para la búsqueda y lo abruma la diversidad de ofertas que encuentra.
Se informa sobre aeróbic, pilates, esferodinamia, yoga, musculación, step, flexibilidad, fitball training y muchos otros con exóticos e impronunciables nombres orientales. Desorientado, apaga la PC añorando su juventud, cuando los personal-trainer no existían y se estilaba ir a clubes barriales para practicar un deporte o desarrollar músculos con elementos no muy complejos. Los más pretenciosos de esa época, intentaban emular a Charles Atlas, un musculoso tan desproporcionado como Arnold Schwarzenegger, que a mediados de la década del cincuenta fue el pionero del comercio basura que actualmente padecemos por los medios de comunicación. Utilizando el eslogan “yo fui un alfeñique de treinta y cinco kilos” aseguraba desde un aviso gráfico que, en corto tiempo, cualquiera podía alcanzar un desarrollo similar a partir de su método y sus consejos. (Por supuesto la marca de los anabólicos no figura en el anuncio).
Inmediatamente desecha las evocaciones al observar las miradas compasivas y los hirientes comentarios de sus allegados cuando habla del pasado, recibiendo los mismos chistes que él acostumbraba hacer a sus mayores.
Continúa reflexionando que el mayor déficit está en su fuerza interior, le cuesta tomar una decisión y es la primera batalla a ganar. Después de muchos cabildeos y con el consejo de entendidos, mantiene una rápida conversación con la profesora elegida que aconseja una mezcla de yoga con aeróbic acordando clases de una hora, tres veces por semana. Deciden hacerlo junto con su mujer, que aparentemente está en similares condiciones tomando en cuenta las veces que deben auxiliarse, a la madrugada, cuando despiertan a los gritos por intensos calambres en las piernas.
Mientras llega el día guarda cierto escepticismo para no delatar tanta ansiedad. Si bien intuye que son remotas las posibilidades de grandes cambios; decide embarcarse con la íntima esperanza de volver a ser como antes (si no fuera así, jamás haría el esfuerzo). Se auto convence que será el inicio del cambio, pero con fundados temores: los que alguna vez practicaron ejercicios físicos no olvidan los dolores musculares que aparecen cuando se los exige en demasía.
Y llegó el día. Junto a su mujer, antes de la hora indicada ya está parado frente al gimnasio. Mientras arriban futuros compañeros ninguno escapa a la observación aguda y a la comparación de cómo está en relación a ellos. Nota que la mayoría son más jóvenes, pero hay un par en similares condiciones. Las charlas cordiales y efusivos saludos entre los asistentes revelan un reencuentro, denotando que ya vienen practicando juntos desde tiempo atrás.
Ubicado estratégicamente en la última colchoneta del salón, junto a la de su pareja, comienza a acatar dócilmente las indicaciones girando la cabeza, moviendo brazos, piernas y respirando profundo. Siente estampidos en las articulaciones, pero no se amilana. Mira a su alrededor para ver si alguien más los escuchó, pero todos están en la suya y posiblemente con los propios. A su flanco una pared de espejos refleja su realidad. El perfil, sobre todo a la altura abdominal, no tiene semejanza alguna con modelos atléticos conocidos. Sonríe para sí por la secreta esperanza de que el espejo deforme un poco. El sexagenario conoce su precaria condición porque cuando tiene que atarse los cordones, ponerse una media o levantar algo, el piso es un territorio lejano, inalcanzable, y el desarrollo de la primera clase le confirma que la flexibilidad ya había decidido abandonarlo.
Mientras música “new age” crea una atmósfera de relajación, los ejercicios aumentan su grado de dificultad. La voz de la profesora se hace inaudible por momentos, entre tantos jadeos y lamentos de los que intentan someter a una desobediente masa muscular que se niega a llegar y menos permanecer en las poses requeridas. Acostado sobre una fina colchoneta de espuma de nylon trata de acatar las instrucciones de una instructora que, con dominio absoluto, hace del movimiento algo grácil, sutil y delicado. Por otro lado, los alumnos responden de las formas más variadas: mientras los más jóvenes se aproximan bastante al ejemplo, otros, entre los que se incluye el sexagenario, ofrecen una lamentable caricatura.
Algunos ejercicios permiten ejemplificar fielmente lo que se ve y lo que se escucha en el aséptico salón. Tirados de costado, luego de una profunda respiración todos suben una pierna simulando la apertura de una tijera, unos más otros menos, junto a la instructora que, esbozando una sonrisa perenne frente al esfuerzo, insta a media voz con un «sube… sube», “mantiene, mantiene”. Justo en ese momento se percibe el comienzo de un tembladeral colectivo que crece con quejumbrosas respiraciones. La profesora comienza a bajar lentamente el miembro con la misma precisión y seguridad con que lo elevó, mientras que en el salón se escucha sobre el piso de madera un sordo y desacompasado estrépito de derrumbe. Con el rostro desencajado, la mayoría quedó en posiciones no muy ortodoxas, tratando de retomar la línea.
Mientras todo sucede sin cortes, se comprende la eternidad que significan sesenta minutos. Cuando la clase expiraba el sexagenario sentía lo mismo pero, una mezcla de orgullo lo invade por haber llegado al final. Maltrecho, física y anímicamente, trata de incorporarse de la fatídica colchoneta prometiéndose no abandonar, no obstante que es su deseo más ferviente.
Epilogo
Pasaron dos meses y continúa asistiendo con regularidad. Su mujer, luego de un par de faltas, anunció el retiro definitivo. Al sexagenario realmente no le resulta tan placentero como esperaba, pero mantiene su convicción del beneficio futuro, si bien su cuerpo, luego de algunas sesiones severas, trate de convencerlo de que está equivocado.
No pasó mucho tiempo más y, como su mujer, las expectativas gimnásticas sucumbieron. No alcanzó a notar resultados positivos porque, según los entendidos, fue escaso el tiempo transcurrido. Pero sin ninguna duda algo asimiló: como los osos bailarines de los gitanos, cada vez que escucha música new age, tiene un fuerte impulso de respirar profundo y empezar a mover piernas y brazos.
Mendoza – 2008
Aníbal Cuadros. Músico, autor y compositor. Uno de los creadores del archivo digital "La Melesca - historias de Cuyo" - https.//www.lamelesca.com.ar
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