El oficio del arquitecto

 

En la etapa de mi formación como arquitecta, cuando estudiaba en la facultad, me enseñaron muchos conceptos importantes para el desarrollo profesional como el legado de los grandes maestros de la arquitectura moderna. 

 

Aula de la Facultad de Arquitectura de Mendoza

 

 

Los comienzos

 

Convencida, acepté los conceptos de la arquitectura de Frank Lloyd Wright, cargada de tanta poesía e imaginación. Me atrajo la obra de Le Corbusier, de fachadas blancas y lisas, de ángulos rectos, articulaciones armoniosas y grandes transparencias. Enamorada de los edificios de Alvar Aalto, el indiscutido arquitecto finlandés y la profunda impronta que dejaron en mí, los visionarios de la Escuela del Bauhaus: Walter Gropius, Marcel Breuer, Mies van der Rohe. Y tantos otros como Charles Eames, Louis Kahn, Eero Saarinen, Charles Rennie Mackintosh, Oscar Niemeyer, Burle Marx, James Stirling, Richard Neutra, Richard Meier, y algunos más… Todos los admirados que entonces, como nueva profesional, guardaba la secreta esperanza de poder imitar, plasmando sus ideas, sus enseñanzas en mi propia obra, aquí, en este lugar, tan lejos de aquellas realidades.

Supe de los grandes épocas de la historia de la humanidad. El arte egipcio, los griegos, el románico, el gótico, el barroco. El renacimiento, el impresionismo y sus cultores: Monet, Manet, Matisse, Cezanne, Gauguin, Toulouse, Van Gogh. La genialidad de Dalí.

Estaba adornada de saberes, había estudiado a los grandes genios y los movimientos de la cultura mundial. Dueña de amplios conocimientos estaba lista para responder adecuadamente a los requerimientos de los futuros clientes.

 

Una realidad diferente

 

La caída fue en picada y el golpe muy duro. Descubrí que la tarea no sería de gran arquitectura. Juana, María, el Cacho, Pepe o Fernández tenían otros problemas, muy alejados de la realidad de aquellos grandes maestros. La profesión elegida debía ser una misión que reclame vocación a sus servidores y no una “puesta en escena”.

Mi arquitectura no sería para críticos, ni historiadores, pero sí debería ser una trama deliciosa de ambientes memorables para mi gente que necesitaba soluciones fáciles, rápidas y económicas. Debía darles un hábitat que los colme de  felicidad cotidiana. Así descubrí un camino que no me habían señalado. Mi lugar es un desierto, de clima árido, donde es necesario tener en cuenta la orientación norte. Un lugar de galerías, de parrales, de montaña, con temperaturas extremas y suelo reseco. De traicioneros Zondas y tierra que tiembla. De puesteros y asados. De guitarras, de cuecas, gatos y tonadas.

 

Nada sabía

Cuando egresé nada sabía de juntar ladrillo con ladrillo. Ni de la frescura de los muros de adobe, ni de techos de caña y rollizos. Nada sabía del sol de Mendoza. Ni de las galerías frescas del verano. Ni de pérgolas cubiertas de parras. Y menos sabía de los poetas, aquellos que cantaron a mi tierra. Ni de sus músicos. Ni de sus pintores. Ni de sus artistas. Ni de su gente. Nada sabía.

Entendí entonces aquella verdad que decía Le Corbusier, el gran constructor: “Cuanto más modesto es el problema, más imaginación hace falta». Juana, María, el Cacho, Pepe y Fernández son mendocinos que piden soluciones adecuadas a su clima, a su suelo, a sus costumbres, a sus posibilidades económicas. A su realidad.

He elegido estar al lado de mi gente, pensar con ellos, para hacer de sus lugares su mejor hábitat.

 

Parral mendocino

 

Noviembre de 2001

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