Confesiones sobre la palabra escrita

 

Algunas veces he tenido dudas de mis amores. Es cómo que debía elegir por uno u otro, aunque cada uno de ellos me conmovía de manera diferente. Me debatí algún tiempo por cuál sería el elegido. Éste me daba lo que aquel no me ofrecía. Y aquel me tentaba por lo que este no entregaba. Y no fueron solo dos. Habitan varios en mi corazón desde los primeros años de vida.

Después de largos debates internos, descubrí que no quiero dejar a ninguno, ni privilegiar uno sobre otro. 

Quienes me producen tantos desvelos son la arquitectura, la pintura, el cine, la cocina y ahora, recién llegada, la palabra escrita. Todos pueden ayudarme en la tarea del hacer y no estoy dispuesta a renunciar a ninguno. ¿Porqué elegir si puedo incluirlos a todos? 

Los adoptados son atentos y aceptan vivir en mí para entregarme sus dichas.

Hace poco más de un año decidí escribir en forma ordenada, seria y con conducta, tal vez para poder compensar todas las pérdidas sufridas, todo lo que la vida me arrancó. ¿No dicen acaso que la escritura es sanadora?

Yo estaba despidiéndome a mi misma, en una profunda soledad llena de adioses. ¿Acaso, alguien puede imaginar la privación que consiste no hablar, no escuchar, no compartir ni acariciar? 

Entre llanto floreció el poderoso abrazo de la palabra escrita. Al comienzo fue una distracción, un pasatiempo, una fiesta para mitigar mi desasosiego. Luego apareció ante mí un nuevo mundo de fascinación, que no era intrascendente ni pasatista. Pude llegar al fondo de lo guardado en mi pecho, tocar mis turbaciones escondidas, pasar por el llanto, la risa, la tristeza y la alegría, por el dolor y el placer. Por la quietud y la marcha pero, sobre todo, llegar al universo de la esperanza.

Pude, al fin, descubrirme. Saber quién soy y quién quiero ser. Poner en claro los caminos recorridos y colmar de luz las sendas a recorrer. Es atreverse a dejarse ir, a flotar, a volar. Dejar que nazcan nuevas emociones.

 

Susana Fasciolo – Año 2000

 

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