Algo incomprensible impregna el aire. Paredes que parecen paredes iguales a otras paredes y un entorno atrapante como cualquiera. Pero tiene magia. Eso tiene. Aquí está el porque de lo que siento, no tangible, imposible de ser reconocido por otros.
Seguramente tanto amor puesto de a poco, amontonó una eternidad de recuerdos, de vinos, de guisos y de asados. Una eternidad de vidas en igual sintonía.
Llegaron volando al lugar, se instalaron en su interior. También en el mío. Los recibí con la segura esperanza de tenerlos por siempre guardados en el corazón. Esperanza de ser correspondida por aquellos que recibí con ternura, dedicación y cuidados. Los alimenté, peiné sus plumas, encendí grandes leños para abrigar sus cuerpos. Y los quise. Claro que los quise.
Muchos optaron por volver al vuelo, recordándome lo que me empeño en no recordar. Escaparon sus almas y dejaron aquí sus cuerpos, testigos mentirosos de épocas perdidas.
Con bronca por el injusto olvido, inventé una jaula grandota donde encerré a aquellos pájaros del destierro. Tan sólo un símbolo para apaciguar la honda tristeza que me produce el abandono. Los miro ahora, privados de su libertad, apiñados, apretujados y me felicito por el castigo.
Pero la verdad es otra. Los he castigado, es cierto. Muchos volaron para siempre de este lugar de montaña y de mi vida. Seguro que en sus recuerdos no están los momentos compartidos. Sólo en mi alma, la pena por lo que imaginé. Vuelven, una y otra vez a golpearme. Y aún presos, los miro, los siento, los extraño. Amigos que quise y quiero.
Tengo todavía la serena utopía de recuperarlos, abrir la prisión y sentir que se posan en mi hombro.
Susana Fasciolo – Julio de 2001
Un lugar con historia
La casa está ubicada en la Av. del Sol en la localidad de Las Vegas – Potrerillos, en plena precordillera mendocina, a casi 2000 metros de altura sobre el nivel del mar. Inicialmente fue un proyecto que realicé por encargo para un cliente pero, con el tiempo, terminé adquiriéndola y se convirtió en mi lugar durante muchos años.
Allí mis hijos crecieron y también se colmó de risas y juegos con la llegada de los nietos.
Dotándola de mayores comodidades, tanto a la casa como a los amplios espacios exteriores, se fue perfilando como un templo de la amistad donde, sin planearlo, pasaron enormes personajes de las actividades más diversas. Es así como, la mayoría de los fines de semana se poblaba de colegas de profesiones afines a la mía; diseñadores, ingenieros y artesanos de la construcción. También llegaban cultores del arte como músicos, cantores, plásticos, actores, escritores y bailarines, gente de la radio y televisión, generándose reuniones inolvidables.
Los que por lo menos una vez pernoctaran en el lugar, debían aportar un pájaro, de cualquier tipo o material, y en una ceremonia especial se colgaba del techo o se ubicaba sobre algún mueble. Esto formaba parte de la mística que hizo del lugar un espacio muy querido y visitado.
Tal como expliqué en mi cuento algunos que tuvieron actitudes ingratas, como el olvido, tenían un castigo que consistía vivir eternamente prisionero en una jaula con el pico sellado con cinta adhesiva. Desgraciadamente varios vivieron encerrados mucho tiempo, hasta que una de mis nueras me convenció que sería bueno otorgarles la libertad.
Durante diecisiete años fueron innumerables las personas que pasaron por ella y, lo más importante, no fue necesario comprar más jaulas.
Con su venta se esfumaron muchas vivencias aunque, de alguna manera, permanecen inalterables con mis recuerdos más preciados.
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